sábado, 10 de noviembre de 2012

SegundosOlímpicos.

Eran las 7 pasadas y caminábamos a la estación. Él repetía, como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas que llegábamos tarde. Yo no tenía ni idea de dónde estaba y el volvió a bromear con la posibilidad de qué pasaría si él, que sabía el camino, saliera corriendo. Pocos metros antes, después de despedirnos del resto de la fiesta (los últimos supervivientes), dejamos atrás a los trabajadores de alguna tienda preparando mercancías y a los barrenderos, y nos quedamos absolutamente solos. Sin coches pasando. Sin gente en ningún sitio.

Llegamos a un territorio conocido.
 A mi me sonaba aquella avenida, bordeando un parque, pero había sufrido una de esas remodelaciones tan de moda que terminan sepultando todo el encanto de un viejo paseo de comienzos del XX bajo hormigón y decoracion urbanística minimalista. Aunque, aún así, seguía siendo bonito. Bromeé diciendo que ya podía irse corriendo si quería, que ya sabía llegar sola hasta el tren, sonrió, me empujó un poco y seguimos andando.
Caminábamos tambaleantes, como digo (demasiada sangría, demasiado whisky), colgados el uno del otro y de pronto, nos encontramos debajo de una cúpula de unos árboles enormes, llenos de hojas marrones y amarillas. 
Allí debajo, las gotas que habían caído durante el día, seguían resbalando entre las hojas y parecía que seguía lloviendo, aunque no caía agua al suelo, porque se perdía entre la espesura de la copa. Era solo el sonido. 

Y los dos, sin necesidad de decir nada, como dos estúpidos nos quedamos allí debajo parados,alternando miradas entre nosotros con miradas hacia las hojas, sonriendo, escuchando la lluvia que no caía, en unos segundos olímpicos (un segundo olímpico es un concepto que leí en algún libro, que decía que hay veces en la vida en la que el tiempo se alarga más allá de lo normal: los momentos en los que saltas desde un trampolín hasta que llegas al agua, el de la previa a un beso, una llamada de teléfono inesperada de madrugada, la primera vez que te coge la mano alguien que te gusta. Segundos olímpicos).

Luego me golpeó de broma, me llamó idiota, yo se la devolví y seguimos hacia la estación callados durante unos minutos, yo agarrada de su brazo y acurrucados por el frío. Sonriendo. 

 



jueves, 8 de noviembre de 2012

"Ay, neeena..."

He conocido mucha gente en mi vida. Muchos.
Muchos de ellos entran y salen sin dejar marca.
 De algunos ni siquiera recuerdo los nombres.

Pero a él me lo encontré una de las primeras noches en el colegio mayor. No recuerdo la primera vez que lo vi, pero sí sé que me recordaba mucho a un chico que conocí en Irlanda de cría,  y que además compartía nombre con él. Una noche, pocos días después, en medio de uno de mis ataques de amo-a-todo-el-mundo, subida en un sofá de una discoteca con él al  lado, bailando y saltando le dije una frase que cada vez que me la recuerda, me hace incómoda y alucinada de mi morro.

Pero me alegro de haberle hecho gracia con mi verborrea incontenible y mi inocencia  aquella noche, y me alegra haber desayunado pocos días después en un aeropuerto en el que no encontramos vuelos baratos (una pena). Y me alegra confirmar lo que sospeché, con aquella montaña rusa emocional que vivía en mis novatadas.

Y lo que más me alegra es que aún hoy, 7 u 8 años después de que me dejara entrar en su vida, después de  tantas risas, y tantas lágrimas, y tantos conciertos, y tantas fiestas, y tantos miedos y tantas empanadillas chinas juntos, siga a mi lado.



Tengo mil cosas lacrimógenas por decir, pero me las voy a reservar solo para él.

Solo señalaré otra casualidad: una de mis canciones favoritas lleva su nombre. Y la hemos cantado juntos.

Te quiero, Piticli bonico.
 We'll run wild. We'll be glowin' in the dark. 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Como llegan tus pecados.

Y yo, que me hice atea gracias a dios, a veces rezo a gritos. Sólo por si acaso. 







Quédate conmigo, solo para ver pasar el tiempo. 

Cuando éramos niños, contra la tempestad. 

martes, 6 de noviembre de 2012

Antes de rendirnos, fuimos eternos (y preciosos)

"Vamos fuera a fumar". Ella no recordaba que él fumara, pero lo siguió del mismo modo que lo hubiera seguido si le hubiera invitado a ir al infierno. 
Y allí afuera, en mitad de una noche de noviembre que rozaba un día de diciembre, los dos estaban apoyados en la pared de ladrillo. 
A una distancia prudencial para sus pensamientos, perímetro de seguridad establecido y fortificado con el alambre de espino de las falsas alarmas y los dobles sentidos, ella estaba viendo volver a la vida a James Dean, pierna recogida, cigarro en mano, cazadora de cuero y camiseta blanca. 

Sonaba amortiguada una canción de moda que interpretaba como una invitación a introducir los dedos despacio entre su pelo y hacer surcos desde su frente hasta su nuca.
 Para atraerlo solo necesitaría dejar la mano ahí, entre el cuello de su chaqueta y su piel, y hacer un movimiento. y así esa noche no sería capaz de dejarla marchar. Ella se encargaría de borrar rastros anteriores de pintalabios baratos. Puede que fueran cien. Puede que fueran mil. Pero por ella, podría llevárselos todos el mismísimo diablo. Esa noche era ella quien lo veía, exhalar humo, con los ojos entornados, mirándola. Como si supiera lo que pensaba.Y puede que realmente lo supiera.  

Hacía mucho frío pero tenía mucho calor en las mejillas. 
Él seguía fumando. Los dos callados.
De pronto se quitó el cigarro de los labios y lo acercó, con dos dedos, a los labios de ella. Cerró los ojos al notar el contacto
 y aspiró.

"Te abandonaré aquí, en esta ciudad que no conoces en esta madrugada fría", dijo él, con media sonrisa. 
"No vas a ser capaz"
"¿Me amenazas?"
"No. Lo aseguro"

A la mañana siguiente recogió su ropa del suelo mientras él dormía. Y le dejó, como la noche anterior, una marca de pintalabios (Chanel, rojo) entre los dedos. 




---------------------------------
En la mudanza encontré una vieja caja con fotos de las que ya no me acordaba. Hay pocas que hayan sobrevivido a los cabreos y a las heridas, por lo que las caras que aparecen son casi siempre, las mismas. Abrí la caja sin saber lo que había y me sorprendí.
 Me hicieron sonreír. 
Qué guapos éramos. 
Salíamos muy bien en todas, nunca posando. Radiantes. Y me gustó la idea de que haya podido guardar algo de lo que fuimos. De cómo era tenerte cerca. De cómo éramos juntos. 

Y en otra, de pronto, el Niño Burbuja, delgado, moreno, con melena, con esa nariz grande, en medio de ese  sorprendente proceso de hacerse el cisne que hoy es. Tendría unos...17 años. Aparece él solo, en la puerta del baño del bar, mirándome de lejos con una mueca divertida. Muy él. O a mi, al menos, me ha mirado mucho con esa cara (lo cual no sé si es bueno)
 Tengo otra foto con él en un viaje del instituto. Curiosamente, mi mente de pez recuerda el momento de hacer ambas.Él, sonrisa confiada. Yo ojos muy muy azules, señalando su camiseta. 

De él tengo un recuerdo más tangible y adorable. Una noche, en el bar, regalaban unos osos de peluche preciosos. A manos de una amiga llegó uno, y yo enamorada del peluche quería otro y se lo pedí a él. Me dijo que no quedaban más y debí de poner cara de decepción, pero no volví a mencionarlo en toda la noche.
 Al rato apareció triunfante, oso en mano. 
Le pedí que le pusiera nombre. "Salva" me dijo.  Y con Salva se quedó.

El oso (Salva) por un motivo que desconozco, ha sobrevivido a cambios de habitación en mi colegio mayor, las mudanzas sucesivas y mi desorden característico. Como sin querer, Salva desaparecía y aparecía sin que yo pusiera demasiado cuidado. Hasta que el Niño Burbuja reapareció en mitad de Gran Vía y descubrí, con una de esas casualidades raras que a mi me pasan con la gente, que debería cuidarle más. Al Niño Burbuja y a Salva. Porque también era una casualidad que Salva no se hubiera perdido por el camino. 
Y aquí estamos. Salva y yo. 


Por esas fotos, por Salva, no pasa el tiempo. Se mantienen estáticos, siendo testigos de a quién quise. De a quién quiero. Y no sé si es un consuelo o un desafío. Al calendario y a mi misma. 
En las fotos, y con Salva, aún no nos habíamos rendido. 
Y aún éramos eternos. 
Y preciosos.