Y allí afuera, en mitad de una noche de noviembre que rozaba un día de diciembre, los dos estaban apoyados en la pared de ladrillo.
A una distancia prudencial para sus pensamientos, perímetro de seguridad establecido y fortificado con el alambre de espino de las falsas alarmas y los dobles sentidos, ella estaba viendo volver a la vida a James Dean, pierna recogida, cigarro en mano, cazadora de cuero y camiseta blanca.
Sonaba amortiguada una canción de moda que interpretaba como una invitación a introducir los dedos despacio entre su pelo y hacer surcos desde su frente hasta su nuca.
Para atraerlo solo necesitaría dejar la mano ahí, entre el cuello de su chaqueta y su piel, y hacer un movimiento. y así esa noche no sería capaz de dejarla marchar. Ella se encargaría de borrar rastros anteriores de pintalabios baratos. Puede que fueran cien. Puede que fueran mil. Pero por ella, podría llevárselos todos el mismísimo diablo. Esa noche era ella quien lo veía, exhalar humo, con los ojos entornados, mirándola. Como si supiera lo que pensaba.Y puede que realmente lo supiera.
Hacía mucho frío pero tenía mucho calor en las mejillas.
Él seguía fumando. Los dos callados.
De pronto se quitó el cigarro de los labios y lo acercó, con dos dedos, a los labios de ella. Cerró los ojos al notar el contacto
y aspiró.
"Te abandonaré aquí, en esta ciudad que no conoces en esta madrugada fría", dijo él, con media sonrisa.
"No vas a ser capaz"
"¿Me amenazas?"
"No. Lo aseguro"
A la mañana siguiente recogió su ropa del suelo mientras él dormía. Y le dejó, como la noche anterior, una marca de pintalabios (Chanel, rojo) entre los dedos.
---------------------------------
En la mudanza encontré una vieja caja con fotos de las que ya no me acordaba. Hay pocas que hayan sobrevivido a los cabreos y a las heridas, por lo que las caras que aparecen son casi siempre, las mismas. Abrí la caja sin saber lo que había y me sorprendí.
Me hicieron sonreír.
Qué guapos éramos.
Salíamos muy bien en todas, nunca posando. Radiantes. Y me gustó la idea de que haya podido guardar algo de lo que fuimos. De cómo era tenerte cerca. De cómo éramos juntos.
Y en otra, de pronto, el Niño Burbuja, delgado, moreno, con melena, con esa nariz grande, en medio de ese sorprendente proceso de hacerse el cisne que hoy es. Tendría unos...17 años. Aparece él solo, en la puerta del baño del bar, mirándome de lejos con una mueca divertida. Muy él. O a mi, al menos, me ha mirado mucho con esa cara (lo cual no sé si es bueno)
Tengo otra foto con él en un viaje del instituto. Curiosamente, mi mente de pez recuerda el momento de hacer ambas.Él, sonrisa confiada. Yo ojos muy muy azules, señalando su camiseta.
De él tengo un recuerdo más tangible y adorable. Una noche, en el bar, regalaban unos osos de peluche preciosos. A manos de una amiga llegó uno, y yo enamorada del peluche quería otro y se lo pedí a él. Me dijo que no quedaban más y debí de poner cara de decepción, pero no volví a mencionarlo en toda la noche.
Al rato apareció triunfante, oso en mano.
Le pedí que le pusiera nombre. "Salva" me dijo. Y con Salva se quedó.
El oso (Salva) por un motivo que desconozco, ha sobrevivido a cambios de habitación en mi colegio mayor, las mudanzas sucesivas y mi desorden característico. Como sin querer, Salva desaparecía y aparecía sin que yo pusiera demasiado cuidado. Hasta que el Niño Burbuja reapareció en mitad de Gran Vía y descubrí, con una de esas casualidades raras que a mi me pasan con la gente, que debería cuidarle más. Al Niño Burbuja y a Salva. Porque también era una casualidad que Salva no se hubiera perdido por el camino.
Y aquí estamos. Salva y yo.
Por esas fotos, por Salva, no pasa el tiempo. Se mantienen estáticos, siendo testigos de a quién quise. De a quién quiero. Y no sé si es un consuelo o un desafío. Al calendario y a mi misma.
En las fotos, y con Salva, aún no nos habíamos rendido.
Y aún éramos eternos.
Y preciosos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario