sábado, 19 de mayo de 2012

Nunca me había pasado

Creía que tenía el corazón duro. Frío como el mármol. Sobre todo, respecto a bichos cuadrúpedos (e incluso bípedos...).
Y en aquella tienda de animales, a traición, los ojos de aquel perrillo se me quedaron grabados. El pobre perro (o perra) metido en aquel cubículo de cristal, con el calor. En esa tienda horrorosa. Tristona.
Me puso ojitos. A mi.
Un perro. Con toda la manía que les tengo.

Y de verdad, quise llevármelo a casa. Conmigo. Con un bolso hortera de esos, tipo Paris Hilton. Para que no se separara de mi. Todo sería infinitamente mejor que con los peces (Standard And Poors. Mis peces, digo. Se llaman así). Un chucho te sigue, interacciona contigo. No como los peces. Lo quería. El impulso fue tan fuerte que hice una especie de balance express. Pensé en paseos por el parque. Viajes. Zapatillas mordidas. Noches a solas en compañía de aquella bola de pelo blanco saltarina.
 El bicho muriéndose y yo rota de dolor. Vale. Stop. Abortamos la misión. Me dio pánico quererlo y unirlo a mi vida. Protegerlo y que me dejara. Y no. No podía ser.

Compré la comida para Standard And Poors (mis peces, digo) y me fui. Hace casi una semana.
Y todavia tengo los ojitos del perro en la cabeza.

Creo que me he enamorado.

No le he puesto nombre, no me lo llevaré a casa.
Pero lo echo de menos.