domingo, 23 de diciembre de 2012

Sólo sabe que no sabe nada.

Sus bocas supieron (de saber de sabor) igual toda la noche. Hasta cuando se despidieron, un testigo, dividido a medias, dejaba los últimos rastros de sabor en la lengua del otro. 

Supieron, ambos (de saber de saber) que había lineas que marcaban zonas movedizas y parecían jugar a saltarlas, como cuando se cruzan los pasos de peatones sólo pisando las franjas blancas. 

Sabía una parte lo que era el estómago atenazado.
Sabía la otra parte lo que era aquella manía de colocar con una media sonrisa, y voz más suave (como si solo quisiera que se oyeran los dos) el flequillo. 

Supieron los dos mantener la compostura en los roces casuales intencionados. Y de esos contactos leves, de segundos eternos de presión entre los cuerpos, que pueden ser todo y no ser nada en caso de emergencia. 

Sabía una parte de sus querencias por las antesalas de lo posible.
Sabía de la otra parte el dominio del fino arte del despiste. 

Lo único seguro era el haber aprendido la lección de que los trenes pasan una vez. Y que era mejor subirse. 
Y, aún más seguro, aún más palpable, era el miedo al (más que probable) choque (contra el suelo).  

Pero las mariposas que le tiraban del ombligo no le dejaban mirar hacia abajo. 

                   ¿sería la niña imantada una señal?

               Y viendo a esos dos bailar, desde fuera, no es todo tan terrible...

   
                             

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No es que no crea en Papá Noel, es que él ha dejado de creer en mi.
Por eso, desde hace mucho tiempo, las únicas cartas que escribo, y que merecen la pena escribir, son las de amor.
Una pena, que, como las que escribía a Papá Noel, hace tiempo que no llegan a ningún lado.