Llegamos a un territorio conocido.
A mi me sonaba aquella avenida, bordeando un parque, pero había sufrido una de esas remodelaciones tan de moda que terminan sepultando todo el encanto de un viejo paseo de comienzos del XX bajo hormigón y decoracion urbanística minimalista. Aunque, aún así, seguía siendo bonito. Bromeé diciendo que ya podía irse corriendo si quería, que ya sabía llegar sola hasta el tren, sonrió, me empujó un poco y seguimos andando.
Caminábamos tambaleantes, como digo (demasiada sangría, demasiado whisky), colgados el uno del otro y de pronto, nos encontramos debajo de una cúpula de unos árboles enormes, llenos de hojas marrones y amarillas.
Allí debajo, las gotas que habían caído durante el día, seguían resbalando entre las hojas y parecía que seguía lloviendo, aunque no caía agua al suelo, porque se perdía entre la espesura de la copa. Era solo el sonido.
Y los dos, sin necesidad de decir nada, como dos estúpidos nos quedamos allí debajo parados,alternando miradas entre nosotros con miradas hacia las hojas, sonriendo, escuchando la lluvia que no caía, en unos segundos olímpicos (un segundo olímpico es un concepto que leí en algún libro, que decía que hay veces en la vida en la que el tiempo se alarga más allá de lo normal: los momentos en los que saltas desde un trampolín hasta que llegas al agua, el de la previa a un beso, una llamada de teléfono inesperada de madrugada, la primera vez que te coge la mano alguien que te gusta. Segundos olímpicos).
Luego me golpeó de broma, me llamó idiota, yo se la devolví y seguimos hacia la estación callados durante unos minutos, yo agarrada de su brazo y acurrucados por el frío. Sonriendo.
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