sábado, 4 de mayo de 2019

"Por los heroes del dos de mayo"

Era mucho más alto que yo, con esos gestos ajustados y medidos de niño bien de colegio de curas, con un punto marcial. Pantalón beige de buen corte y mejor planchado, camisa blanca impoluta de lino, probablemente hecha a medida, americana azul marino que, como mandan los cánones, no se quitó en ningún momento más que para ofrecermela si tenía frío. Zapato negro. Ni una marca a la vista, discreto y sobrio. Reloj caro, pero no mucho. Deportivo. Pulsera de cuero de rigor. Discreta. Cinturón de piel. De esos hombres que llevan la ropa y la ropa no les lleva a ellos.

Yo hablé toda la comida esquivando las gilipolleces de uno de los comensales y él miraba divertido nuestro original partido de tenis, al otro lado de la mesa.
En aquel restaurante de paredes pintadas de negro, con camareros de esos que te retiran la silla y te ponen la chaqueta cuando te vas, sonrío y me dijo que lo único que me faltaba para ser perfecta era ser del atleti. Le contesté que era demasiado hedonista para sufrir tanto y volvió a reírse fuerte.
Al salir del acto "la revelación política" Le llamó por su nombre y le dio un abrazo machote, de esos de golpes fuertes en la espalda que resuenan. Ambos hablaron de igual a igual, actitud que no había visto en otros de mis acompañantes a los que se les notaba desde fuera cómo se les aceleraba el pulso en estas lides y se les afila el colmillo al olor del poder. Él se mantuvo erguido, cordial, simpático pero sin pasarse... Natural. Lo cual dejó en evidencia las ganas de caer bien del resto de nuestros acompañantes y cómo cuando algo es impostado, saltan las alarmas. Para él aquella gente, aquellos actos, por lo visto, eran algo normal y se notaba.
En los toros (sí, fue el día más rancio de mi historia) se sentó a mi lado y me escondí de tras de él un par de veces. Me enseñó a distinguir chinos de japoneses y también confirmó que veo fatal de lejos (no, aquel señor no era Vargas Llosa).
Una de las cosas que más me gustó de él era algo que no había vivido nunca, una tontería, pero algo que me demuestra dónde vivo ahora: este chico/señor siempre se quedaba el último, al lado de la puerta, firme como un palo, hasta que yo pasaba, cediendome el paso con una sonrisa y guiando ligeramente la dirección de mis pasos con su mano firme pero escueta, en mi espalda. Ni un milímetro más abajo ni más arriba de donde tenía que colocarla. En todos los sitios a los que íbamos. Le faltaba dar un golpe con el tacón.
Era un tío serio. Un señor. Y nunca me había cruzado con uno que me mirara así y al que yo le hubiera podido sostener la mirada, calculando distancias e intuyendo intenciones, que, por otra parte, eran bastante evidentes.
Me hizo sentir bien, entre toda la caspa política y el olor a señores carcas y buitres, saber que si quería, podía. Que había gente digna entre aquel barro dorado.
Y, especialmente, que hay hombres que saben hablar y callarse cuando toca, de los que me gustan a mí. Y que saben mirar a los ojos y hacer justo, ni más ni menos, que lo que se debe hacer.