jueves, 8 de noviembre de 2012

"Ay, neeena..."

He conocido mucha gente en mi vida. Muchos.
Muchos de ellos entran y salen sin dejar marca.
 De algunos ni siquiera recuerdo los nombres.

Pero a él me lo encontré una de las primeras noches en el colegio mayor. No recuerdo la primera vez que lo vi, pero sí sé que me recordaba mucho a un chico que conocí en Irlanda de cría,  y que además compartía nombre con él. Una noche, pocos días después, en medio de uno de mis ataques de amo-a-todo-el-mundo, subida en un sofá de una discoteca con él al  lado, bailando y saltando le dije una frase que cada vez que me la recuerda, me hace incómoda y alucinada de mi morro.

Pero me alegro de haberle hecho gracia con mi verborrea incontenible y mi inocencia  aquella noche, y me alegra haber desayunado pocos días después en un aeropuerto en el que no encontramos vuelos baratos (una pena). Y me alegra confirmar lo que sospeché, con aquella montaña rusa emocional que vivía en mis novatadas.

Y lo que más me alegra es que aún hoy, 7 u 8 años después de que me dejara entrar en su vida, después de  tantas risas, y tantas lágrimas, y tantos conciertos, y tantas fiestas, y tantos miedos y tantas empanadillas chinas juntos, siga a mi lado.



Tengo mil cosas lacrimógenas por decir, pero me las voy a reservar solo para él.

Solo señalaré otra casualidad: una de mis canciones favoritas lleva su nombre. Y la hemos cantado juntos.

Te quiero, Piticli bonico.
 We'll run wild. We'll be glowin' in the dark. 

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