Han pasado muchas cosas desde la última vez que escribí, aunque
creo que aún puedo cerrar los ojos y verme en un pasillo de hospital.
Sigo prefiriendo Madrid, aunque solo sea
por poder mirar por la ventana y ver las luces de la ciudad.
Recuerdo llegar a la habitación del hospital y estar metiéndose el
sol, con colores parecidos a los que había desde la terraza del techo del
mundo: naranja, morado y las pequeñas luciérnagas titilantes, rojas, de los
frenos de los coches.
Hice una foto y casi no se nota que está
hecha desde un hospital: las fotos no tienen olor.
Y el dolor, tampoco.
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Nadie es nunca lo que se espera de él.
Y a mi ya no me importa.
Y creo que eso es lo único que puede
salvarme.
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Tengo ganas de hablar con ella y decirle
muchas cosas. De decirle que entiendo que quiera dormir, que no tenga ganas de
salir. Que no pienso irme y que si me necesita estaré.
Y que no sé si mis palabras son por miedo
a lo que a ella le va a pasar o por miedo a lo que me pase a mi.
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Gire mi cara a la izquierda y vi un pasillo eterno, con varios de
esos aparatos metálicos con ruedas en los que se cuelga el suero recortando su
silueta ante la ventana. Aún cierro los ojos y los veo.
Ya era de noche cerrada y
en esa planta, en ese sitio de paredes pastel sin posters, ni llamadas de
teléfono, ni enfermeras ajetreadas, ni paseos de enfermas en bata sonrientes, a
mi se me vinieron todos los demonios de golpe.
Faltaban las gemelas de “El resplandor” al fondo para que
cumpliera todos los requisitos de peli de terror. Pero no hacían ni falta. No
había aire ni manera de encontrarlo. Quería correr y mis pies me pesaban tanto
que no podía moverlos.
Lloré y lloré y lloré. Por mi, por ella, por todas las cuchillas
que me había tragado hasta entonces.
Ojalá pudiera librarme de este peso. Ojalá pudiera levantar los
pies al caminar. Ojalá pudiera quitarme este cansancio pegajoso de los brazos y
de los muslos, y dormir.
Y dormir por si es verdad que era todo una pesadilla.
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Escribo porque alguien me ha tirado mi
propio reflejo a la cara. Como si me hubieran puesto un espejo y me hubiera
devuelto una imagen que no reconozco.
El “culpable” es un antiguo compañero de
la facultad. Era mucho más listo que yo, callado e inteligente. Y nos
llevábamos bien. Yo era un verso suelto sin grupo definido y él solía acercarse
a mi, especialmente en una de las clases, en las que él, otro chico de pelo
largo y yo nos disputábamos el honor de ser "the teacher's pet" de
uno de los pocos profesores que recuerdo, y sin duda del único del que aprendí
algo con entusiasmo y con convencimiento.
Era un hombre increíble. Teníamos clase
los...lunes. Creo. Lo que sí recuerdo es que era a las 9 de la mañana, y que yo
llegaba puntual a ella SIEMPRE como excepción a toda mi vida académica. Además
me sentaba en primera fila.
Y él (mi profesor) era exigente. Creo que
el más exigente de todos los que me he cruzado en la facultad y creo que el
único que creía con pasión en lo que quería transmitirnos.
Además, nos mandaba hacer
cosas raras, como entrevistar a un personaje en un cuadro en el Museo del Prado
y nos mandaba meternos en jardines, como conseguir entrevistas cada semana. O
describir la navidad sin nombrar las palabras familia, luces, árbol.
Y tenía poca tolerancia con la
estupidez y la zafiedad. No recuerdo si Risto Mejide había saltado a la palestra (no veía la tele
en esa época), pero sus correcciones en clase eran muy de su estilo: objetivamente
implacable, sincero y puede que un poco cruel. Si habías hecho una mierda, te
lo hacía saber gustoso. Y eso a mi me encantaba.
Mis primeras entrevistas salieron…mal.
Pero ahora que lo miro desde unos cuantos años de distancia, me doy cuenta que
él lo único que quería era tirarnos al agua y ver cosas que después de trabajar
profesionalmente me hacen mirarme a mi misma pensando en lo ingenua y lo
maravillosamente inocente que era. Y lo poco que dominaba el protocolo del
mundillo del periodismo.
El primer baño de realidad fue el
resultado de un encargo suyo: teníamos que ir a un festival iberoamericano muy
prestigioso de la capital y conseguir una entrevista, y no le valía un
cualquiera. Iban escritores, cineastas, cantantes…y su listón estaba colocado
en algo tan alto para uno de tercero de periodismo como que fuera una “entrevista
publicable”.
Yo elegí un cantante colombiano
venido a menos y ligeramente afectado por el síndrome del “one hit wonder” (pensando
que mi petición halagaría su ego de estrella pasada de moda) que me trató más mal
que bien. De hecho no existió tal entrevista pero puedo aún recordar las
palabras del “ídolo de masas”, con la cara y el cuerpo más hinchado que pasado
de peso –las drogas, pienso ahora- que me solucionó el encargo en una sola
frase, certera, recomendándome,
literalmente, que buscara otra profesión, que estaba a tiempo. La frase en una
voz lo suficientemente alta como para que se enterara todo el mundo, resonó en
la sala de la rueda de prensa donde varios inmigrantes de su país y algunos
abuelitos esperaban para el acto y yo quise que me tragara la tierra.
La cara de sota me duró toda su
comparecencia y creo que lo fulminé con la mirada unas doce veces por minuto,
porque me quedé hasta el fin del “evento” a ver si se le reblandecía el corazón
y me echaba una mano.
Pero no lo hizo.
Y me fui frustrada, triste y no
lloré porque “ya era periodista aunque no hubiera acabado la carrera” (otra
frase de mi profesor que repitiéndola hoy me hace notar el empujón para salir
del cascarón) y me daba vergüenza y rabia. Eso sí, creo que lloré fuera. Y
pensé que la profesión que había elegido era una mierda. Supongo que se lo contaría
al día siguiente en clase y creo recordar un esbozo de sonrisa por su parte
ante mi evidente gesto de frustración, pero disimuló y me endiñó un negativo
porque a él no le valía un “no” por respuesta, y a mi futuro jefe del periódico
o de la tele o de la radio tampoco. Encima.
La segunda entrevista se la hice a
Alfredo Landa. Ya he contado en algún sitio que Landa fue muy amable y que me
reconcilió un poco con mi faceta de reportera intrépida y con mi profesor.
Pero el tema es que mi compañero J.
me ha recordado un momento concreto, y que no deja de darme vueltas en la
cabeza.
El profesor nos mandó escribir una
historia. La que fuera.
Él se empeñaba en que escribiéramos.
Mucho.Y que leyéramos más. Y que cuando escribiéramos nos olvidáramos de todo,
y que pusiéramos el estómago en el papel si había que ponerlo. Que escribir se
trataba de buscar y que tenías que ser tú mismo, que si un chico te decía que “eras
rubia como el trigo y bella como la luna”, saliéramos corriendo porque era un
gilipollas. Que huyéramos de lo obvio y de lo manido y de la gente que usa
lugares comunes y que escribe como los notarios.
Total, que cargada de deseos de
triunfar, buscaba temas para echar los hígados sobre el papel.
En esos días mi madre me había
contado que se había encontrado en un sitio a una de las personas que más putas
me las había hecho pasar en la vida. Mi madre no tenía ni idea de lo que me
había pasado hasta que esa chica le contó más o menos la historia. Yo había
enterrado el tema porque había pasado bastante tiempo pero al recordármelo los
recuerdos me hicieron saltar un resorte y me puse a escribir.
Vomité limpiando lagrimones de mi
cara, todo lo que había callado de aquella historia, y volví a revisitar mis
fantasmas como la triunfadora que me sentía en aquel momento. Era algo como “Si
queda algo de aquella personita en mi, solo quiero decirte que que te jodan”. Y
joder, me vacié.
Llegué el lunes a clase con mi
texto y creo que me presenté voluntaria. Teníamos que leer el texto desde
nuestro sitio o si eras muy osado o masoquista, desde una silla que él colocaba
a su lado y que le permitía tocarte las pelotas (en sentido figurado,
guardianes de la moral) mucho más cómodamente mientras leías tu mierda sobre
papel bastante acojonado. Me levanté sintiendo que medía tres milímetros y caminé
hasta el estrado. Me senté y volví a vomitar con la voz temblorosa y una
vergüenza de muerte por abrir mi pequeño saquito de mierda delante de todos.
Recuerdo perfectamente que con los
nervios perdí una de las hojas del texto en la mesa y que mientras la buscaba
torpemente, toda la clase (unas 50 personas, mi profesor incluído), aguantaban
la respiración esperando el fin de la historia. Terminé de leer, respiré,
tragué saliva y me sentí desnuda.
Bajé los ojos y mi profesor, sobre
un silencio sepulcral después de un aplauso con el que se recompensaba a los
valientes favorecidos por la “crítica” de la clase, solo me preguntó si era consciente
delo que había pasado en esa clase durante el minuto que estuve leyendo. Y que
eso que había hecho era lo que tenía que hacer cada vez que escribiera:
tenerlos a todos callados, esperando a la siguiente palabra que saliera de mi
boca. Aunque escribiera el horóscopo o el parte del tiempo.
Ése silencio ha sido lo que hoy me
ha recordado mi antiguo compañero. Y me ha sorprendido mucho que él se acordara.
A veces me cuesta mucho vomitarlo
todo sobre un papel por miedo. Por miedo a mi. Porque escribir es tirar de
hilos enredados que a veces desatan cosas que ni siquiera sabías que estaban o
seguían ahí. Y muchas veces no me atrevo a tirar. O no quiero porque sentirse
desnuda (aunque esto no lo lea casi nadie) es complicado. Y más si va a quedar
rastro en un “papel”.
Recuerdo que mi profesor buscaba mi
mirada y las sonrisas de su grupo de protegidos cuando hablábamos de libros o
de películas en clase y él, claramente, hacía comentarios irónicos bastante
mordaces a otros compañeros que soñaban en aquellos años por convertirse en
reporteros de “Aquí hay tomate”. Él no esperaba eso de nosotros. Él, que daba
la clase para cinco aunque hablara para los 50 o 60, nos repetía (a nosotros, a
mi), nos exigía excelencia. Nos pedía (o más bien nos ordenaba, aunque hoy lo
veo más como un ruego) que escribiéramos. De todo. Todos los días. De lo bueno,
de lo malo, de lo peor. En todos lados. Que lleváramos un papel y un lápiz para
el metro, para el camino a casa. Que describiéramos gente, que le dedicáramos
cartas de amor a un árbol, a una piedra. Que nos encontráramos a nosotros
mismos, que nos diéramos nuestras palabras y que nos valoráramos. Y que no nos
rindiéramos.
Se me quedó pendiente un café al
que él me invitó y al que yo nunca fui. Por miedo o por timidez, o yo qué sé. Y ahora, con el tiempo, me miro y me
pregunto qué le contaría. Qué pensaría de mi.
Fue fantástico superar sus
expectativas y demostrarle que valía, y que podía. Y sentirme protegida y
alentada, y retada por su inteligencia.
Y deseo, por aquella vez que crecí
tres metros gracias a él, que me siga considerando una de los suyos.
A pesar de todo.
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Mientras "vomitaba" de nuevo, sonaba esto.
https://www.youtube.com/watch?v=VtlxUAOm6kY